Uno de los factores económicos comunes de la «nueva normalidad» postpandemia a nivel mundial causada por la COVID-19 es el aumento de los niveles de deuda pública y privada. La disminución de los ingresos fiscales y el aumento del gasto sanitario público son el reflejo de un intento de evitar la destrucción generalizada de la capacidad productiva y de subsistencia de la población durante la pandemia.  Por parte del sector privado, el endeudamiento fue la forma en que muchas empresas sobrevivieron al repentino parón, cuando el resultado no fue la quiebra o el cierre.

Según la Base de Datos de la Deuda Global del Fondo Monetario Internacional (FMI), los bancos centrales salvaron al mundo de una profundísima y prolongada recesión cuando llegó la crisis de la pandemia, pero su acción –con los tipos de interés negativos y su mastodóntico programa de estímulos – provocaron también el mayor avance de la deuda mundial en 80 años. A finales del 2020, el endeudamiento planetario, público y privado, alcanzó los 226 billones de dólares –unos 200 billones de euros–, el equivalente al 256% del PIB mundial.

La deuda fue muy sorprendente en las economías avanzadas, donde más de la mitad del aumento de la deuda fue contraída por los gobiernos, con una ratio de deuda pública mundial que ascendió al 99% del PIB. Asimismo, la deuda privada de las empresas no financieras y de los hogares también aumentó considerablemente.

La carga de hacer frente a niveles más altos de deuda pública dependerá de la evolución de los tipos de interés básicos como respuesta a las continuas subidas de la inflación. Sin embargo, incluso los gobiernos con una mejor calificación de riesgo crediticio se enfrentarán a la acumulación de deuda. Y es probable que la tensión de la deuda soberana aumente en muchos otros casos, especialmente en los países en desarrollo sobreendeudados.

Los recortes del gasto para contener los déficits fiscales serán muy costosos en términos de capital público, especialmente después de una crisis que dejará tras de sí mayores grados de desigualdad de ingresos y que se manifiesta tras una reciente contención del gasto en muchos países. Entre las economías avanzadas, la tendencia de las últimas décadas ha sido la de reducir los impuestos sobre la renta de las empresas y de las personas físicas, y revertir esas disminuciones aumentándolas es una opción obvia para llenar el vacío fiscal provocado por la pandemia de la COVID-19.

Las tendencias demográficas existentes ya ponían de manifiesto la necesidad de encontrar nuevas formas de sufragar el creciente gasto público, y la crisis derivada de la pandemia. Sin embargo, para evitar socavar ese movimiento mediante guerras fiscales entre países, la coherencia plurinacional mediante la cooperación tácita o explícita será una condición necesaria. Las recientes negociaciones plurilaterales del G-7 y el G-20 sobre un impuesto de sociedades global han sido un buen indicio.

Tomemos, por ejemplo, los desafíos fiscales en la eurozona agravados por la crisis de la COVID-19. Los países más afectados -como Italia y España- ya mostraban vulnerabilidad fiscal antes del brote del virus, a pesar de años de restricciones fiscales. La disyuntiva entre las peticiones de la mutualización de la deuda a nivel de la eurozona, como conjunto integrado de países, y las estructuras fiscales específicas de cada país exigidas por otros -Alemania- requerirá ser resuelta. El anuncio del Banco Central Europeo de que comprará otros 600.000 millones de euros en bonos, junto con el plan anunciado por la Unión Europea de crear un nuevo fondo de recuperación de 750.000 millones de euros para ayudar a los países más afectados por la pandemia impulsaron el problema.

También habrá una mayor intensidad y frecuencia de tensiones en las deudas públicas y externas de los países más pobres. La deuda externa de los países pobres ha aumentado considerablemente desde la crisis financiera mundial de 2008-09. El aplazamiento del pago de su deuda bilateral oficial por parte del G20 alivió la carga del servicio a corto plazo, pero la deuda continuará acumulándose y las trayectorias de la deuda subyacente que habrá que afrontar tras la pandemia siguen su curso. Un componente clave en este sentido será el papel de China como acreedor, ya que su exposición financiera a los países en desarrollo a través de líneas de crédito y acuerdos de préstamo -a menudo vinculados a proyectos comerciales a tipos de mercado y respaldados por garantías- ha aumentado en la historia reciente.